Érase una vez que se era un niño que disfrutaba siendo niño.
Jugaba a lo que quería, comía lo que le daba la gana y, cuando sus padres le enviaban
a la cama, se hacía el remolón hasta que su madre le hacía un colacao y su
padre le dormía contándole un cuento. Todos los días aprendía algo nuevo: por
las mañanas clases inglés, las tardes eran para clases de hípica y natación;
los fines de semana viajaba a la sierra y, en invierno, tenía un profesor
particular que le enseñaba los secretos del esquí.
El niño fue feliz hasta que los problemas llegaron de golpe
a su casa para quedarse una larga temporada. Debido a la crisis su padre perdió
el trabajo y su madre tuvo que vender todas sus joyas para ayudar en casa. Miguelito,
que así se llamaba a nuestro niño, no se daba cuenta de lo que pasaba. Mientras
sus padres hacían todo lo posible para que nadie, incluido
Miguelito, supiese por
lo que estaban atravesando, el niño veía como su ropa empezaba a parecer
vieja, llenándose de remiendos, sus juguetes perdían el brillo y notaba que cada vez
recibía menos detalles por parte de sus padres, unos padres que no habían dejado de
darle amor a él y a su hermana.
Durante el último año su bonito colegio de pago se
convirtió en un colegio público donde Miguelito pasó de presumir por ser el que
más tenía a ser uno más de los que apenas tenían. Cada día que pasaba Miguelito se volvía más arisco y
maldecía a sus padres por haberle privado de aquella vida llena de lujos. Su
ceño comenzó a arrugarse, su carácter se agrió y aquella amabilidad que le caracterizaba desapareció por
completo. Sus padres no sabían qué estaba pasando con su hijo.
Una noche, después de echar la culpa a sus padres por seguir siendo felices aún siendo pobres, Miguelito se escondió bajo las sábanas de su cama y
deseó, con todas sus fuerzas, hacerse mayor para que aquella pesadilla terminase
de una vez. No podía soportar ser pobre, tener que cuidar las cosas, comer lo
mismo todos los días y, lo que peor llevaba, lo que más le hacia palidecer para enrojecer de rabia, era
tener que compartir sus juguetes, los libros y la habitación con su hermana.
Con tanta fuerza deseó hacerse mayor y que terminase todo aquello que al día
siguiente, cuando despertó y salió de debajo de las sábanas, se había
transformado en un anciano.
Miguelito, aunque tenía siete años, sufría los achaques de un
hombre de ochenta. Le costaba respirar, había perdido casi todos los dientes, su frondoso pelo castaño ahora era cano y escaso, su vista era algo borrosa, su espalda no era capaz de erguirse y su oído había dejado de regalarle sonidos para sumirle en el más absoluto silencio. Asustado se levantó, todo lo rápido
que su nuevo cuerpo le permitía para ir en busca de sus padres y contarles aquél trágico
suceso, cuando un ataque de tos, seguido de un colapso cardíaco, le quitó lo
único que todavía no había perdido.
Miguelito pasó, de la noche a la mañana, de ser un niño con
toda la vida por delante a ser un anciano con toda la vida por detrás.
Imagen cogida de...
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La máscara del más turbado