04 mayo 2012

Deberes


Roberto era un niño de cinco años, tímido y retraído, que desbordaba imaginación. Sus ojos almendrados, vivos y dicharacheros, desprendían una luz brillante cada vez que Roberto aprendía alguna cosa nueva. A Roberto le encantaba dibujar y trastear con cualquier objeto que fuera sensible de ser transformado en una cosa completamente diferente para lo que fue creado. Roberto tenía alma de inventor. 


Lo que llamaba la atención sobre el niño era que, a pesar de ser muy creativo para su edad, apenas mantenía relaciones con ninguna persona de su entorno. Tímido y retraído, Roberto no hablaba con nadie, ni en clase ni en la escuela, respondía con monosílabos y se ponía nervioso si tenía que dar alguna explicación más larga de lo normal. Evitaba el contacto visual con sus interlocutores y siempre permanecía cabizbajo cuando se sentía observado.


Pero todo cambió el día en que la profesora les propuso un juego a sus alumnos: tenían que pedirle a sus padres que les dejasen una fotografía de alguien de su familia con quien tuvieran características comunes (físicas, psíquicas, forma de vestir, actitud, …) y tenían que describir esa característica ante la clase al día siguiente.


Cuando despuntó el día Roberto estaba nervioso y henchido de emoción. Parecía que, por primera vez, el niño iba a interactuar con sus compañeros venciendo todos sus miedos. Cuando llegó su turno la maestra se puso al lado de Roberto para darle ánimos y cogió la fotografía que Roberto le entregó. La examinó, miró al niño y dijo: “Tienes los ojos de tu padre” “Sí” – respondió el niño – “¿Quiere que se los enseñe?” Y, mientras decía estas palabras, Roberto sacó un saquito de tela cubierto de sangre.

Imagen de aquí

2 comentarios:

  1. Qué bueno! Lástima que la foto del principio avanzaba un poco el final.

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  2. Gracias Dintel. Hacía tiempo que no escribía cosas de estas, jejeje. Besos, versos y abrazos

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La máscara del más turbado